Nombre: D.
Edad: 18.
Identificación:
compañero de clase.
Diagnóstico:
ataques de celos continuos, posesivo, inseguridad profunda.
Tras unos meses de tranquilidad, retomo las sesiones con
otro compañero
de clase. Parece que últimamente los grupos necesitan al menos un enfermo
para formarse y parece también que, por un motivo u otro, fijan su objetivo en
mí.
Cuando empezamos el curso éramos todas chicas, aunque había
un chico en la lista: D. La segunda semana apareció G., dos metros de altura,
traje, alopecia prematura. No sé si estaba abrumado por ser el único chico de
la clase (además del profesor), pero a mí me parecía que detrás de la simpatía
trataba de esconder la típica chulería de alguien intentando ligar en una
disco.
Unos días después apareció D. cargando dieciocho años y una
timidez fingida. Se está tomando un año sabático obligado porque su nota de
selectividad no le llegó para hacer lo que él quería. Le gustan los hombres. Siempre
llego tarde así que no pude ver el primer encuentro entre los dos, simplemente
me lo encontré pegado a G. a partir de entonces, como un macho de rape a la
hembra, aislándolo del resto siempre que hay ocasión. Y como el número de estudiantes ha bajado, casi siempre hay ocasión.
En la clase siguiente apareció la mala de la película: moi. En realidad había estado allí antes
que ellos, pero ese día me convertí en la bruja del oeste sin ni siquiera
saberlo. Simplemente entré en el aula y me senté al lado de G. Si me hubiera
sentado más alejada, el profesor me habría mandado cambiarme para hacer con él
los ejercicios. Era la opción lógica en una disposición en U, donde los sitios
de uno de los palitos y la base ya estaban ocupados, pero para D. fue una
declaración de guerra y, tras el primer ejercicio, en vez de girarse a su
izquierda para comprobar las respuestas con M. (de María), intercambió su hoja
con la de G. M. y yo nos quedamos compuestas y sin novio. Si eso ocurriese hoy
le habría cantado las cuarenta aun delante de todo el mundo, por niñato
estúpido, pero ese día aún no había terminado el ejercicio y me dio un poco
igual.
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Así estábamos en clase. |
Pasaron los meses. En noviembre falté bastante por problemas
de salud, en diciembre D. desapareció del mapa y en enero más de lo mismo hasta
la última semana en que apareció pegado a su hombre como si no hubiera pasado
el tiempo. De todos modos este chico no es muy constante porque tras dos clases
faltó otra vez y ese día, justo cuando me acerqué a la puerta, G. me vio a
través del cristal y quitó sus cosas corriendo para hacerme sitio. El aula
estaba casi vacía, podría haberme sentado en cualquier parte, en el otro
extremo de la U, pero me dio rabia hacerle ese feo. Y poco a poco, a medida que
iba pasando el tiempo, G. se acercaba un poco más a mí, alargaba un poquito más
su brazo hasta que me rozó la mano. No la aparté porque no me incomodó, pero no
pude evitar pensar en la cara que se le habría quedado a D. si lo hubiera
visto. Tampoco sé si vio cómo G. me miró el escote en la clase siguiente, de
manera muy sutil y discreta, en un momento en que ni me habría dado cuenta si
no fuera porque era mi escote en lo que posó sus ojos una décima de segundo. Y
ahí quedó confirmado que, sin poner etiquetas, a G. le van las mujeres.
Probablemente D. es consciente de las inclinaciones de G.
desde hace ya tiempo, por eso tiene esa actitud hacia mí cuando la distancia entre nosotros
se acorta. De hecho, en la clase siguiente montó unos numeritos de celos que me
hicieron sentir incómoda como hacía tiempo. Llegué tarde para no variar. Cinco
personas en clase y dos grupos y el profesor me puso con G. y su parásito, que
me sonrió falsamente para disimular el asco que le daba mi intromisión. Tanto
que llegó un momento en que no se pudo contener. Cuando G. me atendía en mi
turno de palabra, me interrumpía mientras ponía una mano en el muslo de su
coleguilla para llamar su atención. Y G., jugando una extraña partida de
lenguaje corporal, no se veía inquieto por estos “tocamientos” pero estiraba la
pierna hacia mi silla con la clara intención de hacer unos piecitos invisibles.
Suficiente. Hace años que dejé el instituto, D. todavía lo
tiene reciente. Su falta de formas quizá se cure con la edad o quizás no, pero
de momento no sabe comportarse de otra manera. Las clases me cuestan un pastón
que no pienso desperdiciar en tonterías, así que no he vuelto a sentarme con
ellos ni lo voy a hacer. Si G. tiene algún interés en mí, tiene su mensaje: sin
D. o nada. Puede quedarse al final de la clase a hablarme si le apetece y si
no, estupendo. Por mi parte, no cierro las puertas pero no voy a dar ni un
paso, no me interesa nada. Y lo que no entiendo de ninguna manera es cómo ese
niñito tiene celos de mí, si podría ser su madre (joven, pero no necesariamente
adolescente). Esa es una gran lección que debo aprender sobre inseguridad. Y D.
debería aprender la lección de que G. hace lo que le sale de la entrepierna,
que nadie es su dueño y, si no lo aprende, lo siento por sus futuras parejas
porque corren el riesgo de sufrir esa posesión enfermiza que puede convertirse en
cosas peores.