Nombre: el señor
R.
Edad: 75, o quién sabe.
Identificación: antiguo
directivo en la empresa donde trabajo.
Diagnóstico: maleducado,
impertinente, pasado de rosca.
Me presentaron al señor R. en una de mis primeras visitas a
la empresa. La memoria me falla, me resultaba tan antipático que ni siquiera
entiendo cómo los archivos neuronales relacionados con él no se han ido por el
desagüe. Sin embargo, recuerdo que era por la tarde y hacía calor. Si escarbo
mucho, mi antigua jefa, la que me contrató, hace acto de presencia en el
recuerdo diciendo: “señor R., le presento a Dorotea Hyde. Empezará con nosotros
en septiembre” y él respondiendo: “Así que nos traes a un monstruo”, en
referencia a mi apellido. La cara de mi jefa lo decía todo. Absolutamente
diplomática, su obsesión es quedar bien y que la empresa tenga una imagen
impecable y, gracias a este señor, la empresa estaba quedando fatal. Tenía estas
salidas de tono con todo el mundo, pero eso no era un consuelo para mí. Me
estaba llamando monstruo alguien a quien no conocía. Me daba igual que
intentara (“intentara”) ser simpático. Nadie normal, educado, hace esa clase de
comentarios a desconocidos, a veces ni siquiera a conocidos.
El señor R. ya estaba jubilado, pero venía todos los días
envuelto en su traje para hacer la ruta. Recorría todos los edificios y se
pasaba por todos los pisos para dejar sus perlas envenenadas. Probablemente era
su forma de terapia. En realidad era
muy parecido a L., con la diferencia de que él era un viejo cansado de la
vida con casi total seguridad. Yo por suerte no lo encontraba muy a menudo
porque mi trabajo no requiere que me mueva demasiado. En el edificio donde
trabajo se sentaba en el sofá de la entrada y desde ahí dedicaba sus halagos a los
que entraban y salían.
Antes de la jubilación, había sido el director de recursos
humanos. Curiosamente, fuentes fiables me comentaron que era un jefe estupendo.
No sé si es que el aburrimiento o la edad le hicieron soltarse, o si siempre
fue así y era algo que la gente dejaba de lado. Lo que sí sé porque lo vi con
mis propios ojos, es que algunos lo detestaban y no se cortaban en llamarle
imbécil o gilipollas si él les soltaba su cariñosa coletilla. Si no era
monstruo era gordo, cretina o vaca, o felicitaba a todo un departamento por el
día de los animales, o de los subnormales. Como premio a su dedicación a la
empresa y a su simpatía, le otorgaron un cargo honorífico y un despacho de
primera (con la escasez de espacios que hay) que nunca ocupaba, porque se
pasaba la jornada de un lado a otro haciendo la inspección.
Circe y yo tardamos mucho tiempo en darnos cuenta de que ya
no lo veíamos. La empresa ha cambiado mucho en los últimos años, ha dejado de
ser la pequeña y con ambiente familiar que él ayudó a construir y se ha
convertido en una empresa cosmopolita con orientación internacional. La mala
educación no queda bien en ningún lado, pero los desconocidos no la perdonan y
por estos pasillos deambula mucha gente que está de paso, que no conoce las
tripas de la organización, pero que no va a tolerar ese trato, muchos menos si
son clientes. En realidad no sabemos si al viejo señor R. le llegó la hora de
retirarse definitivamente o si las nuevas generaciones de directivos hicieron
algo al respecto. El caso es que este individuo y su cargo han desaparecido
hasta de la intranet. Y por suerte sus insultos también.