12 diciembre 2018

Sesión 6: S., la inepta


Nombre: S.
Edad: sobre cincuenta.
Identificación: compañera de trabajo.
Diagnóstico: vagancia máxima, artista del escaqueo, mentirosa.


S. es una de las peores compañeras con las que tengo que trabajar. No puedo decir que sea desagradable, ni borde, al contrario, tiene un tono de voz con cierta dulzura, para engatusar, una seguridad que te hace creer que la persona sabe de lo que está hablando, aunque no tenga la menor idea. Cuando acabas de conocerla, puedes tener la sensación de que todos los puntos han sido aclarados tras una conversación con ella, aunque sigues tal y como estabas. Cuando la calas te das cuenta de que nunca responde a nada. Hablar con ella es como entrevistar a una política. Ese empeño en no dar detalles podría ser para ocultar información, pero si te está explicando algo para que hagas una tarea para ella no tiene ningún sentido. Le entregarás las cosas a medias o mal hechas y si lo quiere bien tendrá que hacerlo ella, y eso es algo que quiere evitar a toda costa. No dice, no explica porque no tiene ni idea de nada. Y tiene un cargo a pesar de que es una de las personas más ineptas que conozco en la empresa.

14 noviembre 2018

Sesión 5: B., la trapichera

Nombre: B.
Edad: ya no cumple los cincuenta.
Identificación: compañera de trabajo y compañera de inglés.
Diagnóstico: mala educación, amargura, veneno en vez de sangre.

Llega a esta quinta sesión B., una de las perpetuas en la empresa. También es perpetua su cara de mala leche, de cabreo, de asco. La conocí en mis primeros meses. Entró en la cocina y, con tono despectivo y gesto de repugnancia, me preguntó si había abrebotellas, pero no quería saber, quería que se lo diera. Intentó cosificarme, ponerme al nivel del suelo sin saber si yo era el último mono becado o una recién llegada a un cargo medio tras haber hecho un máster en una universidad top. Después de ese encuentro pedí informes. Varias compañeras, por separado, me contaron la misma versión desagradable de alguien que debería tener cierto don de gentes para hacer su trabajo de coordinadora de eventos. Tras una segunda vez igual de desagradable para mí, decidí que nada de intercambiar saludos con esa persona.

01 marzo 2018

Sesión 4: D., el celoso


Nombre: D.
Edad: 18.
Identificación: compañero de clase.
Diagnóstico: ataques de celos continuos, posesivo, inseguridad profunda.

Tras unos meses de tranquilidad, retomo las sesiones con otro compañero de clase. Parece que últimamente los grupos necesitan al menos un enfermo para formarse y parece también que, por un motivo u otro, fijan su objetivo en mí.

Cuando empezamos el curso éramos todas chicas, aunque había un chico en la lista: D. La segunda semana apareció G., dos metros de altura, traje, alopecia prematura. No sé si estaba abrumado por ser el único chico de la clase (además del profesor), pero a mí me parecía que detrás de la simpatía trataba de esconder la típica chulería de alguien intentando ligar en una disco.

Unos días después apareció D. cargando dieciocho años y una timidez fingida. Se está tomando un año sabático obligado porque su nota de selectividad no le llegó para hacer lo que él quería. Le gustan los hombres. Siempre llego tarde así que no pude ver el primer encuentro entre los dos, simplemente me lo encontré pegado a G. a partir de entonces, como un macho de rape a la hembra, aislándolo del resto siempre que hay ocasión. Y como el número de estudiantes ha bajado, casi siempre hay ocasión.

En la clase siguiente apareció la mala de la película: moi. En realidad había estado allí antes que ellos, pero ese día me convertí en la bruja del oeste sin ni siquiera saberlo. Simplemente entré en el aula y me senté al lado de G. Si me hubiera sentado más alejada, el profesor me habría mandado cambiarme para hacer con él los ejercicios. Era la opción lógica en una disposición en U, donde los sitios de uno de los palitos y la base ya estaban ocupados, pero para D. fue una declaración de guerra y, tras el primer ejercicio, en vez de girarse a su izquierda para comprobar las respuestas con M. (de María), intercambió su hoja con la de G. M. y yo nos quedamos compuestas y sin novio. Si eso ocurriese hoy le habría cantado las cuarenta aun delante de todo el mundo, por niñato estúpido, pero ese día aún no había terminado el ejercicio y me dio un poco igual.
Disposición aula forma U
Así estábamos en clase.
Pasaron los meses. En noviembre falté bastante por problemas de salud, en diciembre D. desapareció del mapa y en enero más de lo mismo hasta la última semana en que apareció pegado a su hombre como si no hubiera pasado el tiempo. De todos modos este chico no es muy constante porque tras dos clases faltó otra vez y ese día, justo cuando me acerqué a la puerta, G. me vio a través del cristal y quitó sus cosas corriendo para hacerme sitio. El aula estaba casi vacía, podría haberme sentado en cualquier parte, en el otro extremo de la U, pero me dio rabia hacerle ese feo. Y poco a poco, a medida que iba pasando el tiempo, G. se acercaba un poco más a mí, alargaba un poquito más su brazo hasta que me rozó la mano. No la aparté porque no me incomodó, pero no pude evitar pensar en la cara que se le habría quedado a D. si lo hubiera visto. Tampoco sé si vio cómo G. me miró el escote en la clase siguiente, de manera muy sutil y discreta, en un momento en que ni me habría dado cuenta si no fuera porque era mi escote en lo que posó sus ojos una décima de segundo. Y ahí quedó confirmado que, sin poner etiquetas, a G. le van las mujeres.

Probablemente D. es consciente de las inclinaciones de G. desde hace ya tiempo, por eso tiene esa actitud hacia mí cuando la distancia entre nosotros se acorta. De hecho, en la clase siguiente montó unos numeritos de celos que me hicieron sentir incómoda como hacía tiempo. Llegué tarde para no variar. Cinco personas en clase y dos grupos y el profesor me puso con G. y su parásito, que me sonrió falsamente para disimular el asco que le daba mi intromisión. Tanto que llegó un momento en que no se pudo contener. Cuando G. me atendía en mi turno de palabra, me interrumpía mientras ponía una mano en el muslo de su coleguilla para llamar su atención. Y G., jugando una extraña partida de lenguaje corporal, no se veía inquieto por estos “tocamientos” pero estiraba la pierna hacia mi silla con la clara intención de hacer unos piecitos invisibles.

Suficiente. Hace años que dejé el instituto, D. todavía lo tiene reciente. Su falta de formas quizá se cure con la edad o quizás no, pero de momento no sabe comportarse de otra manera. Las clases me cuestan un pastón que no pienso desperdiciar en tonterías, así que no he vuelto a sentarme con ellos ni lo voy a hacer. Si G. tiene algún interés en mí, tiene su mensaje: sin D. o nada. Puede quedarse al final de la clase a hablarme si le apetece y si no, estupendo. Por mi parte, no cierro las puertas pero no voy a dar ni un paso, no me interesa nada. Y lo que no entiendo de ninguna manera es cómo ese niñito tiene celos de mí, si podría ser su madre (joven, pero no necesariamente adolescente). Esa es una gran lección que debo aprender sobre inseguridad. Y D. debería aprender la lección de que G. hace lo que le sale de la entrepierna, que nadie es su dueño y, si no lo aprende, lo siento por sus futuras parejas porque corren el riesgo de sufrir esa posesión enfermiza que puede convertirse en cosas peores.