28 junio 2019

Sesión 8: Iván el terrible.

Nombre: Iván el terrible.
Edad: acercándose a los treinta.
Identificación: compañero de trabajo.
Diagnóstico: controlador, celoso, acosador, lobo con piel de cordero.


En esta sesión vuelve un celoso al blog.  Iván el terrible fue el primer chico con el que compartí zulo, también era el único en su departamento y, sin querer caer en tópicos, creo que eso le hacía sentirse especial y vio la oportunidad de convertirse en el macho alfa, algo que claramente no habría pasado en otro entorno. Menudo, bajito, un poco afeminado, iba de amigo de las chicas para poder controlarnos.

Hay muchos detalles sobre él que no recuerdo con claridad como su apellido o su edad. Sé que era mayor que yo, poco, pero veía esa pequeña diferencia suficiente para ir de sabio conmigo, de hombre con experiencia. Presumía de novia para utilizarlo como técnica para ligar, la típica teoría de “tengo que resultarte interesante porque soy interesante para otra”. Era su excusa perfecta para flirtear conmigo, aunque le sacara una cabeza, altura ideal para que sus ojos quedaran frente a mi escote. Fíjate qué bien.

Cuando empezó a trabajar yo había perdido a dos queridas amigas que habían regresado a sus países y acababa de dejar un entorno en el que sufría acoso. No estaba muy dispuesta a hacer nuevos amigos hasta haberlo superado todo, menos aun con quien estaba ocupando el lugar de mis amigas y luego el de mi acosador, pero su interés por mí le hacía forzar conversaciones que claramente no me apetecían, me incomodaban. En esos primeros momentos fue cuando me regaló una invitación para Spotify solo para impresionarme. Grandioso.

Dos meses después de su incorporación la situación se puso (in)tensa. Me soltó de sopetón que podríamos compartir piso. Lo hizo de una manera peculiar, ofendiendo como si estuviera alagando, igual que Mr. Darcy cuando se le declara a Elizabeth Bennet por primera vez. No le escupí porque tengo un gran autocontrol y porque la gentuza siempre me deja bloqueada con sus atrevimientos impertinentes, pero su osadía a meterse en mi vida, a menospreciar mi independencia, a menoscabar mi capacidad de gestionarme como persona y a poner en duda mis decisiones, me hizo levantar un muro entre nuestras mesas y vestirme con una coraza que ya nunca me he sacado en el trabajo (aunque de tanto usarla, de vez en cuando se resquebraja y pasa lo que pasa). A partir de ese momento nuestras conversaciones a dos se redujeron a un hola y un adiós, el problema fueron las conversaciones que teníamos a tres con la Cotorra (nuestra compañera de oficina), que eran para él la señal de que todo seguía igual.

Cierto viernes de primavera empezó a quedarse a comer en el zulo. Decía que le habían cambiado los horarios del máster y que se iba directamente del trabajo a clase. Me tenía controlada, imposible librarme de él. Me tocaba aguantarlo mientras se calentaban nuestros tuppers, o comiendo juntos en el zulo, incluso venía detrás de mí a fregar. Un día dejé mi tupper sucio en la cocina porque me surgió algo y, cuando regresé, él lo había lavado. Le dije que no volviera a hacerlo, que yo odiaba fregar y nunca iba a devolverle el favor. Él se rio con desprecio, no quería que nos repartiéramos la tarea, solo recordarme lo que había perdido por no compartir piso con él (y no es especulación, me lo dijo claramente).

No volví a dejar mis tuppers solos, pero la comida de los viernes siguió generando conflictos. Por aquella época siempre que hacía buen tiempo comía en el patio. Un viernes de clima ideal salí para mi banquito en la sombra. Me extrañó que no apareciera, pero al fin tenía un poco de soledad. Pura felicidad. Cuando terminé, Circe me dijo que el Terrible me había estado buscando desesperado, que se había asomado y, al no verme, había subido cabreado, que hasta había sido maleducado con ella. Para mí fue la gota que colmó el vaso. Odio los celos, detesto a la gente celosa, no tolero eso en mi vida, mucho menos de una persona que no era nada para mí. Aun así, subí y, con voz de lolita que sonaba a recochineo, le dije que cómo no había salido. Él contestó ofendido que no me había visto. Mi personalidad lolinesca dio paso a la irónica al decirle que estaba en el banco, esperándolo. Era listo y sabía leernos muy bien porque era psicólogo y lo utilizaba a su favor todo el tiempo. Se dio cuenta de que lo estaba vacilando y, aunque el acoso de los viernes siguió, poco a poco pude librarme de él. Supongo que fue casualidad, tendría más carga de trabajo durante el fin de curso y, por suerte, tras las vacaciones de agosto no volvió.

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