Nombre: Iván el terrible.
Edad: acercándose
a los treinta.
Identificación:
compañero de trabajo.
Diagnóstico:
controlador, celoso, acosador, lobo con piel de cordero.
En esta sesión
vuelve un
celoso al blog. Iván el
terrible fue el primer chico con el que compartí zulo, también era el único en
su departamento y, sin querer caer en tópicos, creo que eso le hacía sentirse
especial y vio la oportunidad de convertirse en el macho alfa, algo que
claramente no habría pasado en otro entorno. Menudo, bajito, un poco afeminado,
iba de amigo de las chicas para poder controlarnos.
Hay muchos
detalles sobre él que no recuerdo con claridad como su apellido o su edad. Sé
que era mayor que yo, poco, pero veía esa pequeña diferencia suficiente para ir
de sabio conmigo, de hombre con experiencia. Presumía de novia para utilizarlo
como técnica para ligar, la típica teoría de “tengo que resultarte interesante
porque soy interesante para otra”. Era su excusa perfecta para flirtear conmigo,
aunque le sacara una cabeza, altura ideal para que sus ojos quedaran frente a mi escote. Fíjate qué bien.
Cuando empezó a
trabajar yo había perdido a dos queridas amigas que habían regresado a sus
países y acababa de dejar un entorno en el que sufría acoso. No estaba muy
dispuesta a hacer nuevos amigos hasta haberlo superado todo, menos aun con
quien estaba ocupando el lugar de mis amigas y luego el de mi acosador, pero su
interés por mí le hacía forzar conversaciones que claramente no me apetecían, me incomodaban. En
esos primeros momentos fue cuando me regaló una invitación para Spotify solo
para impresionarme. Grandioso.
Dos meses
después de su incorporación la situación se puso (in)tensa. Me soltó de sopetón
que podríamos compartir piso. Lo hizo de una manera peculiar, ofendiendo como
si estuviera alagando, igual que Mr. Darcy cuando se le declara a Elizabeth
Bennet por primera vez. No le escupí porque tengo un gran autocontrol y porque
la gentuza siempre me deja bloqueada con sus atrevimientos impertinentes, pero su
osadía a meterse en mi vida, a menospreciar mi independencia, a menoscabar mi
capacidad de gestionarme como persona y a poner en duda mis decisiones, me hizo
levantar un muro entre nuestras mesas y vestirme con una coraza que ya nunca me
he sacado en el trabajo (aunque de tanto usarla, de vez en cuando se
resquebraja y pasa lo que pasa). A partir de ese momento nuestras
conversaciones a dos se redujeron a un hola y un adiós, el problema fueron las conversaciones que
teníamos a tres con la
Cotorra (nuestra compañera de oficina), que eran para él la señal de que
todo seguía igual.
Cierto viernes
de primavera empezó a quedarse a comer en el zulo. Decía que le habían cambiado
los horarios del máster y que se iba directamente del trabajo a clase. Me tenía
controlada, imposible librarme de él. Me tocaba aguantarlo mientras se
calentaban nuestros tuppers, o
comiendo juntos en el zulo, incluso venía detrás de mí a fregar. Un día dejé mi
tupper sucio en la cocina porque me
surgió algo y, cuando regresé, él lo había lavado. Le dije que no volviera a
hacerlo, que yo odiaba fregar y nunca iba a devolverle el favor. Él se rio con desprecio, no quería que nos repartiéramos la tarea, solo recordarme lo que había
perdido por no compartir piso con él (y no es especulación, me lo dijo
claramente).
No volví a dejar
mis tuppers solos, pero la comida de
los viernes siguió generando conflictos. Por aquella época siempre que hacía
buen tiempo comía en el patio. Un viernes de clima ideal salí para mi banquito
en la sombra. Me extrañó que no apareciera, pero al fin tenía un poco de
soledad. Pura felicidad. Cuando terminé, Circe me dijo que el Terrible me había
estado buscando desesperado, que se había asomado y, al no verme, había subido
cabreado, que hasta había sido maleducado con ella. Para mí fue la gota que
colmó el vaso. Odio los celos, detesto a la gente celosa, no tolero eso en mi
vida, mucho menos de una persona que no era nada para mí. Aun así, subí y, con
voz de lolita que sonaba a recochineo, le dije que cómo no había salido. Él
contestó ofendido que no me había visto. Mi personalidad lolinesca dio
paso a la irónica al decirle que estaba en el banco, esperándolo. Era listo y
sabía leernos muy bien porque era psicólogo y lo utilizaba a su favor todo el tiempo.
Se dio cuenta de que lo estaba vacilando y, aunque el acoso de los viernes
siguió, poco a poco pude librarme de él. Supongo que fue casualidad, tendría
más carga de trabajo durante el fin de curso y, por suerte, tras las vacaciones
de agosto no volvió.
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